O 4 MANDAMENTO - Honrar Pai e Mãe...
"El tema de la infancia también se evita cuidadosamente en muchas de las terapias actuales (véase A. Miller 2001). Al principio se anima a los pacientes a dar rienda suelta a sus emociones más intensas, pero con el despertar de las emociones suelen aflorar los recuerdos reprimidos de la infancia, recuerdos del abuso, la explotación, las humillaciones y las heridas sufridas en los primeros años de vida. Y eso a menudo supera al terapeuta. No puede tratar todo esto cuando él no ha recorrido este camino. Y como los terapeutas que lo han recorrido son los menos, la mayoría ofrece a sus pacientes la pedagogía venenosa, es decir, la misma moral que en el pasado les hizo enfermar. El cuerpo no entiende esta moral, el cuarto mandamiento no le sirve de provecho y tampoco se deja engañar por las palabras, como hace nuestra mente. El cuerpo es el guardián de nuestra verdad, porque lleva en su interior la experiencia de toda nuestra vida y vela por que vivamos con la verdad de nuestro organismo. Mediante síntomas, nos fuerza a admitir de manera cognitiva esta verdad para que podamos comunicarnos armoniosamente con el niño menospreciado y humillado que hay en nosotros. Personalmente, ya desde los primeros meses de vida fui educada a base de castigos para obedecer. Claro está, no fui consciente de ello durante décadas. Por lo que mi madre me contó, de pequeña me portaba tan bien que no tuvo ningún problema conmigo. Según ella, fue gracias a que me educó de manera consecuente cuando yo era un bebé indefenso; de ahí que durante tanto tiempo no tuviera ningún recuerdo de mi infancia. Fue durante mi última terapia cuando mis emociones intensas me informaron sobre mis recuerdos. Éstos se exteriorizaron relacionados con otras personas, pero me resultó más fácil averiguar su procedencia integrándolos como sentimientos comprensibles para reconstruir la historia de mi primera infancia. Así fue como perdí los antiguos miedos, hasta entonces incomprensibles para mí, y gracias a una compañía cómplice conseguí que las viejas heridas cicatrizaran. Estos miedos estaban sobre todo vinculados a mi necesidad de comunicación, a la que mi madre no sólo nunca respondió, sino que incluso, dentro de su rígido sistema educativo, castigaba por considerarla una descortesía. La búsqueda de contacto y de interacción se manifestaba en primer lugar con lágrimas y, en segundo, con la formulación de preguntas y la comunicación de mis propios sentimientos e ideas. Pero cuando lloraba recibía un cachete, a mis preguntas se me contestaba con un montón de mentiras, se me prohibía expresar lo que sentía y pensaba. Como castigo, mi madre solía volverme la espalda y se pasaba días enteros sin dirigirme la palabra; yo me sentía constantemente bajo la amenaza de ese silencio. Dado que ella no me quería como yo realmente era, me vi obligada a ocultarle siempre mis verdaderos sentimientos. Mi madre podía tener arrebatos violentos, pero carecía por completo de la capacidad de reflexionar sobre sus emociones y profundizar en ellas. Como desde pequeña vivió frustrada y fue infeliz, siempre me culpaba a mí de algo. Cuando yo me defendía de esta injusticia o, en casos extremos, intentaba demostrarle mi inocencia, ella se lo tomaba como un ataque que solía castigar con dureza. Confundía las emociones con los hechos. Cuando «se sentía» atacada por mis explicaciones, daba por sentado que yo la había atacado. Para poder entender que sus sentimientos tenían otras causas ajenas a mi comportamiento habría necesitado la capacidad de reflexión. Pero yo nunca la vi arrepentirse de nada, siempre consideraba que «tenía razón», lo que convirtió mi infancia en un régimen totalitario."
in EL CUERPO NUNCA MENTE
ALICE MILLER
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